Hacía varios días que me quedaba con él. Salía a caminar por el pasillo del sanatorio, apenas iluminado. Regresaba a la habitación y me asomaba a la ventana desde ese gran sillón, evadiendo ilusoriamente el momento que me ocupaba, entre las luces y sombras de la ciudad...
El mejor papá del mundo
Y allí me encontraba, acompañando a mi padre, en los momentos finales de su paso por esta vida.
Ya de pequeño le daba suma importancia a su presencia, quizá por sus ausencias, producto de su trabajo como taxista, que le impedía estar con su familia más tiempo del que queríamos, además de su imperiosa necesidad de ser valorado por otros, atendiendo en su búsqueda de reconocimiento, los pedidos más variados de vecinos y extraños.
Siendo adolescente la rebeldía reclamó esas faltas, y en cuanta ocasión tenía desenvainaba la lengua, asestando con ácida ironía a sus dichos e historias. Le molestaba a horrores que le lleven la contra, y allí estaba yo, para fastidiarlo. Nunca tuve una correspondencia equilibrada con mi viejo, forjamos ambos un orgullo fuerte, el mismo orgullo que nos impidió aceptarnos. Ya de adultos pacificamos el diálogo, sabiendo construir una aceptable relación, sin sanar algunas molestias, que al pasado nos ataba.
Dos días antes de abandonar este plano de existencia se despertó producto de fuertes dolores, y a pesar de las altas dosis de calmantes que le suministraban para sedarlo. Allí me encontró junto a él, en ese breve lapso de conciencia, y pude sin saberlo, conversar con mi viejo por última vez.
Le dije que al día siguiente su hermana Idé vendría a verlo, le pregunté si me entendía puesto que no podía formular palabras, y me respondió que sí con un lento abrir y cerrar de ojos. Al instante siguiente, e impulsado por una profunda necesidad que los años empujaban, le dije:
—Pa, mirame a los ojos, ¿me ves bien?, otra vez me asintió, de la misma forma. Tomando coraje, y liberándome de viejos e inútiles resentimientos, le confesé: —Vos papá, sos el mejor padre que la vida pudo darme. Te quiero viejo, con todo mi corazón…
Su sonrisa fue tan serena que al instante, removió toda aspereza en nuestra relación, si es que alguna nos quedaba en ese presente. Tantos años cargando esos detalles molestos y en un solo y preciso instante, a través de una manifestación genuina de amor, nos declaramos la Paz. Al día siguiente quisieron cuidarlo mi madre y mi tía, y entonces fui a mi casa a descansar. Era claro que mi viejo esperó a su compañera y hermana para partir, y así fue como ocurrió, sin dolor.
Al momento de recibir el llamado de mi madre para avisarme, por supuesto la emoción me embargó y rompí en llanto, me contó luego que simplemente detuvo su latir, manteniendo ese estado de calma que pudimos vivir juntos la noche anterior, y una plácida sonrisa en su rostro.
En lo personal, luego de las lágrimas y los momentos de alta emoción que naturalmente sentí, descubrí sorprendentemente que mi interior, se encontraba sereno y armonioso, me “recorrí integro” hurgando por todos los rincones para aseverarlo, dándome cuenta que me había librado de las deudas, y encontrado el equilibro.
Hoy disfruto el estar junto a mis hijos, recordando con mucho amor a mi viejo, el mejor papá que el mundo me pudo dar.
Ricardo Raúl Benedetti
Ricardobenedetti.com
@Ricbenedetti