A grandes rasgos, los detractores de Carlos Monzón bien pueden ser agrupados en dos casilleros. En uno persisten quienes ejercen la sumarísima fiscalía de la moral y convierten la vida personal de Monzón en la única fuente digna de ser mensurada.
Curioso y grandioso espécimen, el flaco de San Javier

En el otro se hacen oír variopintos sabios de las redes sociales que sueltan afirmaciones categóricas con la misma facilidad que en una tertulia de bar se llevan un maní a la boca o beben un trago de cerveza.
De los primeros me abstendré de opinar en aras de administrar las energías. Ejerzo, pues, el piadoso beneficio del silencio.
Los segundos me convocan más en la medida que doy por concedido que en mayor o menor medida aman al boxeo o lo cuentan en la alacena de sus predilecciones.
El Monzón boxeador, el que nos atañe, supo defenderse a sí mismo a lo largo de sus 100 peleas y si fuera necesario alcanzaría con reponer su presencia en el Salón de la Fama del Boxeo y su unánime reconocimiento como uno de los mejores medianos de todos los tiempos.
Ahora bien: honrar la dimensión de la pelea que ganó hace medio siglo implica desandar su contexto. Permitida la licencia del empleo del presente histórico, ahí voy.
En el lustro que comprende 1966/1970 el boxeo argentino tiene seis exponentes en condiciones de aspirar a ganar un campeonato del mundo: Nicolino Locche, Horacio Accavallo, Carlos Cañete, Ramón La Cruz, Oscar Bonavena y Carlos Monzón.
Lejos de ser arbitrario, el orden elegido sitúa la lupa, la consideración, el diagnóstico y el pronóstico de La Cátedra.
Locche va a Japón en diciembre del 68 y su exhibición ante el hawaiano Paul Fuji pone negro sobre blanco en su condición de prodigio del arte de defender. Dos años antes, en la misma Tokio, en su clave de gran peleador callejero Accavallo había ganado el título mosca con Katsuyoshi Takayama. Dos campeones con todo en su lugar El Intocable y Roquiño.
Pero resulta que en el pico de su madurez (86 peleas) Cañete se mide con un campeón de lo más terrenal, como Hiroshi Kobayashi… y pierde sin atenuantes.
Y en la cresta de su ola La Cruz (105 peleas), sube a un ring de New Orleans con buenas chances de coronar ante la ya incipiente ajada versión de Curtis Cookes… y pierde sin atenuantes.
Y Ringo Bonavena va por el título mundial pesado en el mejor momento de su carrera. Con flamantes 25 años viene de propinar una paliza al alemán Karl Mildenberger, que a su vez había dado la talla con Cassius Clay (con Clay: no con Muhammad Alí), y sin favorito claro en las hipótesis previas pierde de campana a campana con Jimmy Ellis, que hasta entonces era un peso pesado entre tantos con una foja de cinco derrotas ante oponentes del montón.
Hacia finales de año 70, Nino Benvenuti es un campeón del mundo en vías de aburguesamiento. Pero no todos los campeones del mundo en vías de aburguesamiento son Nino Benvenuti. Jamás ha perdido como amateur (invicto en 120 combates, medalla dorada en los Juegos Olímpicos de Roma) y de las 87 ocasiones en las que subió a un ring como profesional ha bajado triunfador en 82. Entre sus vencidos consta gente de la talla de Sandro Mazzinghi, Don Fullmer, Emile Griffith, Luis Manuel Rodríguez…
Benvenuti boxea entre bien y muy bien. Es pulcro, clásico, agudo, certero y, si cuadra, picante.
Pero admitido que en noviembre del 70 carece de su punto máximo de cocción y enfoque, ¿asoma ganable por cualquiera en una pelea de campeonato del mundo? No, definitivamente no. No por cualquiera. Para ser aplastado como aplastado resulta el sábado 7 en el Palazzo dello Sport debe sufrir la desdicha de una tormenta perfecta: un rival más joven, de mayor alcance, de jab tortuoso y derecha criminal, bien entrenado, bien dirigido, juramentado, inteligente, frío y más vigoroso en la cabeza y en los anhelos que en el cuerpo propiamente dicho.
Ese es el Monzón de hace 50 años. Y ese mismo, mejor aún, es el que reinará siete años mientras sus objetantes bajan el precio de la entidad de sus retadores sin dejar de apostar por ellos… e indefectiblemente, perder la partida. La experiencia de Griffith, la guapeza de Bouttier, la rocosidad de Briscoe, el talento de Mantequilla Nápoles, el cross de Mundine, la intensidad de Valdez.
Curioso y grandioso espécimen, el flaco de San Javier. Una aceitada máquina de lucidez en la ferocidad y de fecundidad en la dificultad.